El 12 de febrero de 1984 en el cielo de Estocolmo asomó una
claridad inesperada. El invierno boreal no se permite esas sorpresas ni tampoco
ciertas noticias inconvenientes: en París había muerto Julio Cortázar. La
novedad, triste y obscena, no hería tanto la verdad de la nieve, ya que Julio
contaba entonces con apenas con dos volúmenes de relatos traducidos al sueco,
pero sí se abatía como una nube de amianto sobre mi humanidad. Por aquellos
días me sosegaba como un estudiante de filología nórdica y escribía artículos
literarios en diversos medios. Llamé al editor del Aftonbladet, más que
centenario vespertino, le conté lo sucedido y le pregunté si deseaba algunas
palabras al respecto. Sólo tenía una vaga idea de Cortázar, al que asociaba
erróneamente con el boom latinoamericano. En tal caso, pedí que se me respetara
una única voluntad: reproducir en primera persona (algo que muy rara vez suelo
permitirme, como es el caso) a partir de mi experiencia personal con su obra,
que bien podía operar como la de muchos otros. Contra todo pronóstico, el
editor aceptó, presumo que sin demasiadas expectativas pero también abrigado
por la idea que tres mil caracteres por la muerte de un escritor al otro lado
del mundo no se le niegan a nadie.
Lo que quería contar era cómo, en mi caso y posiblemente
muchos otros, Cortázar no significó sólo una puerta de ingreso a la literatura,
sino una ventana mágica que nos revelaba y sorprendía en un guiño cómplice con
la vida. Lo que, en efecto, conté, tenía que ver con un recuerdo estrictamente
personal. El primer viaje en avión que hice en vida unió las ciudades de Tel
Aviv y Roma. Yo tenía trece años, viajaba sin mi familia, y la excitación que
sentía por estar sobre ese colchón de nubes, rodeado por un azul intenso
imposible de olvidar, fue algo que no volví a experimentar jamás. En un momento
dado, la aeronave hizo un giro y entre las nubes apareció otro azul: el
Mediterráneo. Comenzaron a dibujarse algunas formas pequeñas pero una, en
particular, adquirió una nitidez notable. La isla (griega) tenía la forma de un
caparazón de tortuga, y se me impuso con un magnetismo implacable. Quería
identificar algo que se moviera en su interior, pero era imposible. Entonces la
imaginé solitaria, aunque al instante supe que no: alguien, un hombre, estaba
allí viendo ese avión que molestaba a la luz, sabiendo que quizá allí arriba
alguien, un niño, hacía esfuerzos por ver quién habitaba la isla. Pasó un año y
en aquellas noches adolescentes, en más de una oportunidad volví a visitar
desde el recuerdo aéreo mi isla abandonada. En el verano siguiente, durante un
viaje en tren a la Patagonia, lentísimo e infinito, el aburrimiento me condujo
hasta un asiento que no era el mío. A mi derecha, por la ventanilla,
transcurría el desierto. A mi izquierda se me reveló un libro pequeño, gastado,
de tapa bordó. El tedio me llevó a tomarlo y lo abrí sin pensar en una página
cualquiera, donde comenzaba un relato. Las primeras palabras llegaron
distraídas, pero a poco de comenzada, la historia se había transformado en un
espejo alucinatorio: no podía dar crédito. Un comisario de a bordo que hacía la
ruta Beirut-Atenas, y cuando sobrevolaba el Egeo no podía apartar la mirada de
una isla donde intuía que alguien lo llamaba. Dejó todo, se trasladó a esa
playa, y ahora miraba el avión que puntualmente surcaba el cielo, desde el que
sentía una mirada.
Ese relato, La isla a mediodía, y el resto de los que
conforman Todos los fuegos el fuego, marcaron mi iniciación literaria. A partir
de allí busqué los textos de Cortázar con obsesión, disfrutándolos con un valor
agregado al de muchísimos otros autores que fui y sigo conociendo, que aprecio
y celebro. Pero Cortázar creó conmigo, y con muchos de sus lectores, algo
diferente, algo que excedía las posibilidades del goce estético de una obra
bien escrita: establecía una complicidad secreta, casi mágica, con los
lectores. Supe que muchas mujeres soñaban con ser La Maga y muchos hombres
Julio Oliveira. Crecí y viví en distintas ciudades. En todas ellas encontré
gente que no leía literatura: “leía Cortázar”. Reproducían fragmentos,
celebraban rasgos divertidos o terribles de personajes como si fueran noticias
de familiares lejanos traídas por palomas mensajeras. El propio Cortázar
percibía este efecto de su literatura y lo vivió en carne propia en la anécdota
de Queremos tanto a Glenda (donde su admirada actriz Glenda Jackson –que
seguramente no tenía ni idea de quién era Cortázar, se venga en la ficción
asesinando metafóricamente al autor de una novela llamada Hopscotch, o sea,
Rayuela en inglés).
Algo de todo esto escribí en la nota de Aftonbladet, y al
día siguiente de publicada recibí una llamada telefónica. Era de Ulla Montán,
la fotógrafa que había ilustrado la nota con una hermosa imagen de Julio. Nos
vimos y me contó que había hecho en París toda una carpeta de fotos con
Cortázar a lo largo de varios días. Las fue publicando en medios de diversos
países, y lo curioso era que cada vez que ello ocurría, alguien desconocido le
escribía solicitándole una imagen y haciendo algún comentario sobre Julio o
algún personaje suyo, como si viviera. En una pequeña caja verde tenía las
evidencias que no dejaban lugar a dudas. Allí estaban, eternos, los gestos de
una complicidad necesaria…
Por Christian Kupchik
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