Los dos poetas



(Basado en un relato de Evar Ortiz Irazusta, y en las poesías de Juan L. Ortiz y Carlos Mastronardi)

Juan y Carlos recorrían, montados en una canoa, el río Gualeguay. Era de siesta. Hablando sobre el puchero hecho por Gerarda, la mujer de Juan. Éste confesó que era su comida favorita. Carlos miraba el agua, luego dijo: qué fresco. El otro, las nubes, y pronunció: ah, tarde… el mundo es un pensamiento/realizado de la luz. Allí estaban los dos poetas.
Era junio, y la crecida inminente. Carlos ponía la mirada en la nada, era habitual en él, igualmente no perdía detalles del paisaje que luego describía ajustadamente. Sus anteojos, como tasitas de té, y que usó desde chico, tapaban sus tenues ojeras que contrastaban con su tez blanca:
—Che, Juan —dijo Carlos.
—Usted dirá —respondió Juan, buscando formas en las nubes.
—Alguien leerá que una vez yo paseaba silbando entre los árboles.
—Objetivamente sí, si usted silbase y lo escribiese, sería la verdad.
Carlos comenzó a silbar, y el galgo de Juan ladró ante el primer gato encontrado en la copa de un sauce.
Mientras el viento también silbaba sobre el pajonal, Juan dijo: “buena idea la de Gerarda, poner la radio en el bolso” y la prendió. Mientras que Carlos también llamó la atención: “Mire lo que traje”. “Una pipa”, respondió Juan. “Se la tomé a mi padre”, confesó el otro, “hace algunos años”, aclaró y siguió “la extravió entre los papeles del Departamento Topográfico”, para acotar. “Es suya ahora, Juan”, finalizó Carlos y Juan nunca más se desprendió de ella, como tampoco de sus boquillas largas y sus bombillas para el mate.
Mientras Juan pronunciaba una interrogación que decía: “¿qué nos pregunta el vago horizonte?”, una vaca muerta impactó contra la canoa. Juan recordó que teniendo doce años, hacía el pastoreo de reses. “Me acompañaban hasta tres perros”, acotó.
Juan remaba, dando la espalda a la casita que tenía en la barranca. Mientras que Carlos, improvisó:
He vivido entre las costas y anduve un año entre las islas.
Las crecientes traían animales extraños
y la grata zozobra de escuchar agua brava
entre el clamor extremo de los campos ahogados.
Solamente rescataron un gato negro, similar al que saliera en la foto de cada uno de ellos, pero años más tarde. Luego, el felino rescatado, fue ubicado en la casa de una familia amiga.
Fue Carlos quién tomo el rol de periodista aquella tardecita, como luego lo hiciera en el Diario Crítica, donde ambos se reencontraron después, pues él preguntó a Juan si nació en Puerto Ruiz, comenzando el diálogo.
—Sabe usted que sí —respondió—. Me crié en una casa de estilo italiano, con seis grandes ventanales a los costados. La casa quedaba en la esquina, por caminitos pálidos entre la hierba oscura
—Recuerdo mis viajes en tren hasta allí, junto a mi padre, pues es desde donde partían diversos barcos —dijo Carlos–. Guardo lindos recuerdos de mi infancia, pequeña luz de provincia… ¿Sabe qué?
— No. Usted dirá —respondió Juan.
—Recuerdo que una muchacha del campo que servía en mi casa se llamaba Laurentina.
—¡Pero mire usted qué casualidad! Yo, sin embargo, recuerdo la siesta
Tendido en la sombra de
un árbol, yo soy un niño
dormido en el medio del campo.
Dulce de estar tendido
fundido por el espíritu del cielo
a través de la ventana
abierta
sobre los soplos oscuros
—Yo también recuerdo la siesta, y que además, en esa hora del día, recurrían para el que se rehusaba a reposar, a “la solapa”—agregó Carlos y siguió—, fantasmón punitivo que integra el acervo de las supersticiones campesinas.
Ante de la noche el cielo se puso entre gris y rozado como para llover. Los truenos ponían cerca esa posibilidad. Y el viento, característico antes de cada lluvia, soplaba como si alguien lo largara con fuerza desde algún lugar. Hasta que el cielo se rajó.
¡La voz del agua
Dulcemente cierra el mundo!
“Ojalá esté Ella”, dijo Juan.”Con la lámpara en la mano, en el centro mismo de la noche”.
Una cortina de lluvia con truenos sorprendentes, ponía nervioso al galgo que aullaba pegado a Juan, y él seguía remando en silencio. Silencio que Carlos rompió al preguntar:
—¿Está bien lo que hacemos, Don Juan?
— Sabe usted, hice lo que me pareció que debía, sin ilusionarme mucho acerca de los resultados.
—Pero no lo digo por el hecho de rescatar este gatito, lo digo por la poesía…
—Usted sabe, la poesía es algo que me lleva y me trae a todas las zonas de la vida, en especial a esa más oscura y más inaccesible.
No dijo Juan a qué zona de la vida se refirió, igual se fue en un invierno, envuelto en poemas, en tanto que Carlos, dos años antes, lo hizo con las hojas secas del otoño, volviendo, como raíces, cada uno a su tierra.

Los por qué 
La motivación a escribir surge como parte del trabajo de ordenar las ideas que me habitar respecto a tal o cual tema. En el caso de “Los dos poetas”, traté de hacer una re construcción de un hecho relatado por el hijo de Juan L. Ortiz, respecto a un hecho que involucra a otro poeta entrerriano, Mastronardi. Ambos poetas, según Evar, salían a recolectar gatos, los cuales permanecían en las copas de los árboles luego de la creciente del río; y aproveché para jugar con sus poesías, que ya me venían acompañando en este viaje, y sus entrevistas.


Mario Daniel Villagra

Fuente: El Diario

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